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UN GIENNENSE QUE PUDO SER PAPA.

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MARTÍN PÉREZ DE AYALA. UN SERRANO-SEGUREÑO EN LA CORTE DEL EMPERADOR.

Por José Ant. Molina Real ( jt )

Quizás si nombramos a Martín Pérez de Ayala muy pocos lleguen a conocer la relación que tiene con la Sierra de Segura y la enorme dimensión histórico política que alcanzó este personaje durante el Renacimiento español en pleno S. XVI en la época en la cual España dominaba el mundo con su Emperador Carlos V. Pues sí, este personaje clave en el S. XVI en el reinado de Carlos V, Martín Pérez de Ayala nació en Segura de la Sierra el 14 de noviembre de 1503, llegando a ser uno de los más destacados eclesiásticos y teólogos del renacimiento español, que llegó incluso a ser capellán real para el Emperador Carlos V, especializado en gramática y humanidades por lo que, por encargo del Emperador, participó en el Concilio de Trento. Fue nombrado obispo de Guadix por el papa Pablo III (1548-1560) y, por el papa Pío IV, de Segovia (1560-1564) así como arzobispo de Valencia (1564-1566), ciudad en la que falleció el 5 de agosto de 1566.

Monumento a Martín Pérez de Ayala
 en Segura de la Sierra

Pronto su familia se desplazó a la vecina localidad de Yeste donde pasó toda su infancia, donde recibió una educación dirigida por el bachiller Mercado, aprendiendo latín cuando tan solo tenía cinco años, formándose en las letras y en el desarrollo matemático a la vez que ayudó como escribano a su madre viuda y a otros vecinos, ya que era experto en redacción caligráfica. Con mucho esfuerzo y gracias a su buena relación con diversas familias adineradas del lugar, se trasladó a Alcalá de Henares para comenzar a estudiar Gramática y Filosofía, en el colegio de San Eugenio, graduándose en 1518, teniendo por maestro a Fernando de Encina. Después se graduó de bachiller en Artes en 1525 y tomó los hábitos de la Orden Militar de Santiago el 16 de julio de ese mismo año en Uclés; tres años después la Orden lo mandó con otros compañeros de la misma a la Universidad de Salamanca para licenciarse en Teología, donde escuchó a Francisco de Vitoria explicar la Secunda Secundae; aunque al año siguiente hubo de regresar a Alcalá prosiguiendo su formación filosófica y teológica entre otros junto a Juan de Medina, hasta que en 1532 licenció y recibió el grado de maestro en Artes. De inmediato marchó a Granada porque su arzobispo, Gaspar de Ávalos, quería que regentara una cátedra de Artes; para ese cometido escribió sus "Comentarios a los universales de Porfirio", y después desempeñó otra cátedra de teología según las doctrinas nominalistas de Gabriel Biel que había recibido de su maestro Juan de Medina. En Granada también se licenció y doctoró en teología el 24 y el 25 de agosto de 1538.

Imagen de Martín Pérez de Ayala

En 1540 el obispo de Jaén D. Francisco de Mendoza lo llamó a su diócesis como confesor y vicario general. En 1537 el papa Pablo III convocó un concilio en la ciudad de Trento como forma de frenar el protestantismo e iniciar una Contrarreforma en la Iglesia Católica, pero no fue hasta 1543 cuando se formalizó esa compleja reunión eclesiástica a la que acudió el Obispo de Jaén siendo Martín Pérez de Ayala parte integrante del séquito real que acompañó al Emperador Carlos V a Trento; pero el concilio no acababa de arrancar, siendo en ese momento cuando el Obispo Mendoza encontró la muerte a la espera del inicio de la reunión en Trento y, habiendo llamado la atención del Emperador, fue nombrado Capellán de la Corte. Como el concilio no acababa de comenzar aprovechó para viajar a Lovaina, donde perfeccionó sus conocimientos de hebreo y griego y se informó sobre la teología protestante; estos conocimientos propiciaron que el emperador Carlos V, lo tomara como consejero en teología y escribiendo por esta época su estudio “De tratidionibus divinis et apostolicis”. El concilio finalmente comenzó, en la ciudad de Trento, norte de Italia, en 1545, aunque debemos considerar que tuvo tres sesiones principales que tuvieron lugar en 1545, 1551 y 1562, lo que provocó sesiones prolongadas y largas demoras entre ellas hicieron que los representantes cambiaran a lo largo del consejo.

Emperador Carlos V

Empezado ya el concilio en 1545, fue designado por el Emperador como representante, tomando parte decisiva en la defensa del catolicismo en varias fases de su desarrollo, siendo la más importante la de agosto de 1546 intervino en la sesión de justificatione y rechazó por completo la teoría seripandiana de la justicia imputativa que era la base del protestantismo. Una vez finalizado el Concilio de Trento y gracias a su importante papel en el mismo, fue invitado a visitar Roma por el representante imperial ante el Papa Pablo III, no sin visitar de paso diversas ciudades italianas, como Venecia, Milán, Bolonia y Florencia. En abril del 1547 regresó de nuevo a Trento, camino de Alemania a donde le llamaba el Emperador, y, tras una estancia de dos meses en aquella ciudad, se dirigió a Augsburgo.

Estudio publicado por Pérez de Ayala
cuando era Arzobispo de Valencia

El 16 de mayo de 1548, y gracias a las buenas relaciones gestionadas en la sede papal, fue preconizado obispo de Guadix, pero Carlos V le ordenó hacer acto de presencia nuevamente en las deliberaciones que seguían en Trento hasta nuevo aviso. Pero su estancia en aquella ciudad fue muy corta, pues ante la inactividad a que se veían reducidos los allí asistentes al Concilio, pidió y obtuvo del Emperador la autorización de ir a su diócesis. Se dirigió entonces a Milán, en cuya iglesia de San Ambrosio quiso consagrarse el 30 de septiembre de 1548; pero, no atreviéndose a pasar por Francia, hubo de esperar casi tres meses hasta poder embarcar en Génova a mediados de diciembre. Arribando por fin a Peñíscola, siguió por tierra a Valencia y entró en Guadix el 30 de enero de 1549. Dos años más tarde, acudió de nuevo a Trento, para asistir, ya como obispo, a la segunda etapa del Concilio que fue desde el 16 de marzo de 1551 al 28 de abril de 1552. Su excelente formación teológica y su estancia en Lovaina y en Alemania le habían dado una excelente información sobre los problemas más candentes de los protestantes. Y, aunque por su temperamento agudo y a veces apasionado, se había creado bastantes enemigos durante la primera etapa conciliar, sin embargo, disfrutó de mucho prestigio y alcanzó gran influjo a lo largo de esta segunda etapa en la que tuvo dos destacadas intervenciones de relieve sobre la Eucaristía y el sacrificio de la misa; concretamente, como profundo conocedor de la doctrina protestante, refutó brillantemente las diversas teorías de los innovadores contra la presencia real de Cristo en la Eucaristía y contra las teorías que niegan la transubstanciación. Luego fue nombrado para tres diputaciones conciliares, todas ellas doctrinales, e hizo esfuerzos en materia de reforma, prolongados en la gran oposición y en la protesta que al final de este período suscribió en contra de la suspensión del Concilio. Decretada ésta el 28 de abril de 1552, regresó a su diócesis a finales de enero de 1553 y se dedicó al ministerio pastoral, centrado en la visita canónica, que le duró todo aquel año. A principios de 1554 convocó un sínodo con el fin de aplicar el tridentino y estructurar, dentro de las normas conciliares, la vida de la diócesis: instituyó parroquias, erigió templos, reguló la disciplina, saneó la conducta de los clérigos, visitó la Catedral y dio nuevos estatutos al Cabildo.

Papa Pablo III

Con la abdicación del Emperador Carlos V, su sucesor, Felipe II le siguió teniendo en la misma consideración, proponiéndolo como responsable, en 1560, del Consejo de Órdenes, que se hallaba en Toledo, para coordinar las deliberaciones de la Corte sobre la reanudación del Concilio en Trento. Mientras tanto, fue nombrado obispo de Segovia el 17 de julio de 1560, pero no pudo entrar en esta ciudad hasta un año más tarde, el 12 de julio de 1561, comenzando a visitar su diócesis ante la firme oposición de los canónigos por su carácter reformista, pero la inminencia de la reapertura del Concilio en Trento y su segura presencia en el mismo le movieron a no tomar decisiones como Obispo de Segovia, aunque no dudó en ordenar la encarcelación en el castillo de Turégano y en la cárcel de Fuentepelayo del escribano y del notario de la catedral. De hecho, el 9 de marzo de 1562 salió para Trento, donde tuvo nuevas intervenciones en la tercera etapa de este Concilio que superaron a las de etapas precedentes en defensa del catolicismo frente a un protestantismo cada vez más intenso y en auge. Su prestigio y autoridad se impusieron al tratarse grandes problemas doctrinales, siendo estas intervenciones las que le consagraron como uno de los mejores teólogos del Concilio de Trento. Los mismos conatos de refutación que algunos intentaban, eran prueba de la importancia que esas ideas revestían o que, de hecho, se les daba. Sus opiniones no siempre prevalecieron, pero su relevante personalidad, su intrepidez e independencia le merecieron justamente un reconocido prestigio entre los padres conciliares, basado en su erudición teológica y en su sólido pensamiento. Fue al Concilio acompañado por Benito Arias Montano, uno de los hombres más eruditos de su tiempo y primera autoridad en estudios bíblicos.

Felipe II

Clausurado definitivamente el Concilio, regresó a Segovia el 25 de abril de 1564. Inmediatamente se aplicó a urgir la residencia de sus clérigos y girar la visita canónica a la diócesis, que le ocupó algunos meses. A finales de agosto, celebró en Segovia un sínodo y acometió la fundación del Seminario. Para entonces hacía ya varios meses que le había propuesto el Felipe II, agradecido por sus servicios, para arzobispo de Valencia. Aceptada por Roma, dada la influencia del Rey español, el nombramiento el 6 de septiembre de 1564, partió para la nueva sede, pasando antes por Madrid, para entrevistarse con Felipe II, y así otorgarle la responsabilidad de la celebración de los concilios provinciales dentro del Imperio y tratar de la instrucción de los moriscos. Llegó a Valencia a finales de marzo de 1565, aunque se detuvo en Alacuás durante las celebraciones de Semana Santa dada su enorme amistar con la familia Aguilar regentes del Señorío de Alacuás, para entrar solemnemente en la capital el 23 de abril, segundo domingo de Pascua. Aunque sólo residió en la archidiócesis valentina quince meses, visitó las parroquias de la ciudad y muchas de los pueblos; confirió órdenes sagradas, predicó al clero y al pueblo y celebró un concilio provincial en 1565, que fue un jalón decisivo en el arduo camino de la renovación espiritual. Asistieron a él el obispo de Mallorca y el titular de Cristópolis, en representación del de Orihuela. El arzobispo lo convocó para cumplir el mandato que salió de Trento, que disponía que un año después de la terminación de la ecuménica asamblea se celebraran concilios provinciales para aplicar las decisiones tomadas en Trento y también para corregir las costumbres del pueblo y del clero, y para legislar sobre diversas cuestiones eclesiásticas. Este concilio se ocupó de los moriscos convertidos o cristianos nuevos, que burlaban continuamente las leyes de la Iglesia y los sacramentos.

Ilustración que representa el Concilio de Trento

Dictó normas sobre los candidatos al episcopado, a canonjías, arcedianatos y parroquias y sobre las cualidades que deberían reunir para cada uno de estos ministerios, eliminando los abusos y prebendas que habían marcado durante toda la Edad Media el nombramiento de la jerarquía eclesiástica. Legisló también sobre la provisión y delimitación de las parroquias, por lo que los nuevos sacerdotes y parroquias deberían hacerse mediante concurso o examen ante los examinadores sinodales designados por el arzobispo y en aquellos lugares donde los fieles tuvieran dificultad para recibir los sacramentos.

El concilio provincial, empezado el 11 de noviembre de 1565, terminó el 24 de febrero del año siguiente, y el 25 de abril del mismo año convocó el arzobispo un sínodo diocesano para aplicar en Valencia los acuerdos de dicho concilio provincial. A las actas sinodales añadió las “Ordinationes pro choro”, dadas por santo Tomás de Villanueva para las iglesias de la diócesis, y las célebres “Instruccions e ordinacions” de Jorge de Austria para los moriscos convertidos. Las disposiciones adoptadas por el Arzobispo Martín Pérez de Ayala en 1566 sobre la disciplina del clero fueron la obligación de llevar hábito talar y la prohibición de ostentar anillos en los dedos, lechuguillas en cuellos y mangas de la camisa, llevar armas, salir a escenas, acudir a festines, tener en casa mujer sospechosa, acompañarla por las calles a pie o a caballo y tener en la propia casa mesa de juego y obediencia plena a la jerarquía de la Iglesia empezando por el Pontifice, es decir, purificar una Iglesia que había derivado hacia caminos poco ejemplificadores, según lo estipulado en Trento. A propósito de la celebración de este concilio provincial hay que decir que el Concilio de Trento, en su última sesión del 3-4 de diciembre de 1563 había mandado la recepción pública de los decretos tridentinos en el primer concilio provincial que había que celebrar al terminar la asamblea, así como la promesa de obediencia al Pontífice, y el rechazo y condena de las herejías. El acto de recepción de los nuevos religiosos significaba confesar o profesar las definiciones dogmáticas del Concilio y prometer obediencia al Pontífice, que en el caso de los profesores de escuelas y universidades se haría bajo juramento.

Retrato de Martín Pérez de Ayala en el
Arzobispado de Valencia

Martín de Ayala reanudó los planes de evangelización de los moriscos con mayores ambiciones e ideas más originales, pues, antes de llegar a Valencia, participó en Madrid, en 1565, en la junta encargada de estudiar el problema encargada por el propio Felipe II y, apenas tomó posesión del arzobispado, publicó un catecismo de la Doctrina Cristiana, en lengua arábiga y castellana para la instrucción de los nuevamente convertidos del llamado Reyno de Valencia, que fue impreso en 1566 por Juan Mey con el título “Doctrina cristiana en lengua arábiga y castellana para instrucción de los moriscos”. Dejó otro catecismo en borrador, que no pudo completar, pero fue editado en 1599 por San Juan de Ribera arzobispo de Valencia, llamado “Catechismo para los nuevamente convertidos de moros”. Cuidó con esmero la formación del clero, de modo particular el Colegio Mayor Seminario de la Presentación, fundado por Santo Tomás de Villanueva en 1550. Aquí en Valencia sentó cátedra de las fórmulas a emplear por la Iglesia en todo el Imperio Español para contra restar las tendencias protestantes en claro auge en Europa, aplicando las directrices marcadas por el Concilio de Trento y ganándose por ello la confianza plena tanto del Emperador como del entonces papa, Pío IV. Fue aquí, en Valencia, donde la muerte le sorprendió el 5 de agosto de 1566, con apenas 63 años, siendo enterrado en la capilla de la Trinidad de la Catedral de Valencia, cuando era un claro referente ya en la Iglesia, lo que posiblemente hubiera apuntado en un futuro a ocupar cargos de mayor responsabilidad y por qué no decirlo, claro candidato al ser sumo pontífice como ya lo fueron desde el Arzobispado de Valencia Calixto III y Alejandro VI, los dos únicos papas de origen español, además de estar bajo la influencia del Emperador Felipe II, dominador político de media Europa, dado que en aquella época la política también era algo a considerar en los nombramientos papales.

Tumba de Martín Pérez de Ayala en la Catedral de Valencia

Nuestro paisano, nacido en nuestra Sierra de Segura, fue una de las figuras más vigorosas del episcopado español del siglo XVI, gran intelectual y referente eclesiástico, aunque no perteneciera a ninguna escuela teológica, pero estuvo siempre abierto a las preocupaciones intelectuales de su tiempo, influidas por fecundas corrientes dogmáticas y espirituales y por la evolución provocada por la Reforma Protestante y después por el Concilio de Trento. Percibió la crisis de la teología decadente heredada de la Edad Media y la necesidad de renovar los estudios y las formas de la Iglesia, subrayando el valor de la tradición católica, basada en los estudios bíblicos y patrísticos, y escribió la monografía más completa sobre este tema en su época, llegando a publicar hasta veintisiete estudios sobre las tendencias y formas que la Iglesia debía adoptar para mantenerla viva frente a los peligros reformistas y cismas de la época. En resumen, fue un gran constructor de la Iglesia y de su modernización, por lo que fue reconocido referente dentro de la historia eclesiástica del Renacimiento en España y en toda Europa.



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